Defender la tierra sale caro. Tan caro, que se paga con la vida. La lucha por el cumplimiento de los Derechos Humanos siempre escondió riesgos, sobre todo si tiene un enfoque medioambiental destinado a proteger las tradiciones y propiedades de las comunidades aborígenes. Tanto es así, que desde 2014 se han reportado más de 800 asesinatos, según el informe de Front Line Defenders sobre la represión y coacción que se da en algunos países latinoamericanos. De los crímenes acontecidos en el último año, puntualiza el estudio, dos tercios se llevaron la vida de personas que “trabajaban en la defensa de los derechos medioambientales, el derecho a la tierra y los derechos de los pueblos indígenas, a menudo en zonas rurales aisladas”.
Los datos —aún por actualizarse, pues el informe llega hasta septiembre de 2018— reflejan una práctica represiva propia de un continente que atrae la atención de los poderes económicos y empresariales, “debido a los recursos naturales que posee”, asegura a Público Ignacio Montano, portavoz de Amnistía Internacional. El experto pone el foco en la libertad con la que operan las grandes empresas en Latinoamérica y en como los poderes estatales hacen caso omiso a los derechos de los pobladores indígenas de algunas zonas de Honduras, México, Colombia o Brasil, entre otros.
Las empresas tienen gran influencia y están en coordinación con los gobiernos estatales. Así, la mayoría de los homicidios quedan impunes y los perpetradores se ven con la tranquilidad de poder seguir actuando sin consecuencias”, explica el Montano.
La extracción de gas del proyecto Camisea en la Amazonía peruana por parte de Repsol, la construcción del complejo hidroeléctrico Renace por parte del Grupo ACS en Guatemala o el Corredor Eólico del Istmo de Tehuantepec en México que involucra a Iberdrola, Gas Natural Fenosa, Acciona y Renovalia son algunos de los negocios transnacionales recogidos por el informe El Ibex 35, en guerra contra la vida, elaborado por Ecologistas en Acción, OMAL-Paz con Dignidad y Calala Fondo de Mujeres.
Para Serlinda Vigara, portavoz de Ecologistas en Acción, la violencia hacia los activistas medioambientales en Latinoamérica deja asesinatos y muertes, pero también otro tipo de violencias. "En todos los casos analizados detectamos contextos comunes en las que las defensoras y defensores del medio ambiente que se oponen a los intereses corporativos son objeto de procesos de criminalización, acoso, persecución, estigmatización, judicialización, amenazas y agresiones", explica.
En este conflicto de intereses entre las empresas, estados y comunidades se suele utilizar a pistoleros y miembros de seguridad privada convertidos en grupos paramilitares. Miguel Ángel Soto, experto en Derechos Humanos de Greenpeace menciona la conocida masacre de Colniza para ejemplificar el funcionamiento de los mecanismos represivos. “Un crimen en el que el propietario de un aserradero, que sigue en libertad hoy en día, aparece como principal interesado en la muerte de los colonos que protestaban en contra de la deforestación”, narra Soto, para denunciar la impunidad que permite que esa madera manchada de violencia “siga llegando al puerto de Vigo”.
Las mujeres, principales defensoras de la vida
En esta espiral de violencia y muerte que busca acallar a quienes luchan por los derechos de la tierra y las comunidades indígenas, las mujeres se convierten en las principales damnificadas. Lo son porque “están vinculadas a la protección y a la defensa de lo necesario para vivir”, expone Vigara, quien señala el “vínculo entre el género y el medio ambiente que pone a las mujeres en el punto de mira de los intereses comerciales y explica la persecución que sufren”.
“Ponen sus cuerpo para defender la vida y por ello son víctimas de violaciones, abusos sexuales, hostigamientos a sus familias, se ven expuestas a campañas de desprestigio que cuestionan sus compromisos familiares”, añade la portavoz de Ecologistas en Acción.
Dentro de la propia violencia específica que reciben las defensoras de la tierra, hay que sumar la discriminación y el acoso que pueden experimentar en el seno de los propios colectivos autóctonos, que en muchos casos se presentan anclados en unas tradiciones misóginas y patriarcales. “Este doble ataque se explica por un lado porque son defensoras de la tierra que se enfrentan a las injusticias, pero por otro, porque actúan en contra de las tradiciones donde la mujer no tiene espacios”, argumenta Montano.
Bolsonaro y el “terrorismo” de los activistas
La llegada Bolsonaro no va suponer grandes cambios para los defensores y defensoras de la tierra en Brasil, un país donde apenas se respetan los derechos de las comunidades indígenas y de los grupos ecologistas. “Antes de que llegase Bolsonaro ya se encontraban en peligro”, puntualiza Montano, de Amnistía Internacional. Sin embargo, la llegada del nuevo presidente de extrema derecha, lejos de mejorar las condiciones, “sólo puede agravar las cosas”, opina, por su parte, Soto.
De hecho, el líder brasileño ya ha aprobado un decreto que abre las puertas al uso de las armas, en un país que en 2017 batió los récords de homicidios. Una decisión que según Greenpeace traerá más violencia y más asesinatos, en tanto que el país latinoamericano tiene abierto un gran número de conflictos por la propiedad de la tierra de los pueblos aborígenes. “Básicamente, Bolsonaro está diciendo a la gente que dispare”, apuntan desde la organización ecologista.
Pero el hecho de que los terratenientes puedan portar armas no es la única medida que da garantías de impunidad a los crímenes contra los defensores de los Derechos Humanos. Tanto es así, que el nuevo Ejecutivo ya se ha posicionado abiertamente de parte de las grandes empresas que explotan los recursos y ha anunciado que impulsará un decreto para calificar de terroristas a todas las organizaciones del Movimiento Sin Tierra.
Trabajar contra la violencia
Los datos de Front Line Defenders se van actualizando a diario mientras los activistas mueren. De hecho, según la organización, en lo que va de 2019 —menos de un mes— en Colombia ya han sido asesinados seis activistas. Desde Ecologistas en Acción señalan a Público que el remedio contra esta lacra pasa por “impulsar y establecer marcos normativos nacionales e internacionales jurídicamente vinculantes sobre empresas transnacionales".
Desde Greenpeace, por su parte, reclaman una ley de diligencia debida que "obligue a las empresas a establecer análisis de riesgos en sus cadenas de suministros". "No hay un marco jurídico que obligue a las empresas a cumplir con los Derechos Humanos, por lo que pueden hacer en el extranjero cosas que no harían aquí”, denuncia Soto.
Pero esta encrucijada también pasa por una revisión de tratados como el TTIP, CETA o TISA. Serlinda Vigara aboga por su suspensión y el abandono de estos acuerdos de inversión, ya que “refuerzan la arquitectura jurídica de la impunidad a favor de las transnacionales y ponen la generación de beneficios económicos por encima de cualquier proceso de reproducción de la vida”.