Por: Paola Falla
Parece que cualquiera que obre con base en sus principios, oponiéndose a temas de narcotráfico, minería ilegal, restitución, entre otros, puede tener un gatillo cerca
Ser líder social puede ser considerado una “profesión” más peligrosa que el periodismo. Gestionar, luchar, cuestionar, son tres verbos que en los territorios reavivan las esperanzas de los ciudadanos pero que ponen en el ojo del gatillo a esas personas que creen, con fuerza, que darle a la comunidad soluciones, participación y acción es una misión de vida [1].
Sin embargo, esas vidas se están apagando. La Defensoría del Pueblo anunció el 4 de julio que, desde el 1 de enero de 2016 hasta el 30 de junio de este año, 311 líderes y Defensores de Derechos humanos han sido asesinados. Y según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), solo en 2018 ya han sido asesinados 119 líderes.
Esta situación invita a cuestionar sobre la libertad que tienen los ciudadanos que viven en Colombia; cualquier persona que desee obrar con base en sus principios oponiéndose a temas de narcotráfico, minería ilegal, restitución de tierras, entre otros, puede tener un gatillo cerca. Y más que eso, abre las puertas para analizar la seguridad que tienen los líderes, la protección estatal desde las regiones y un acuerdo de paz que parece que tiene una firma y un Nobel pero que deja en entredicho su alcance en la actualidad.
El 17 de abril del año en curso, se expidió el decreto 660 con el cual se crea el Programa Integral de Seguridad y Protección para Comunidades y Organizaciones en los Territorios. “Integrado por cuatro componentes, el nuevo programa le apunta a prevenir factores de riesgo; adoptar medidas colectivas de seguridad y protección para comunidades, organizaciones y dirigentes; promover “la reconciliación y la convivencia pacífica y democrática en los territorios”; y tomar medidas para fortalecer las capacidades de las organizaciones en materia de denuncia de violaciones de los derechos humanos [2]”.
Siendo así, y con todo lo que ha venido sucediendo, la vulneración sigue siendo una constante. No hay garantías de no repetición a favor de los líderes sociales. No hay paz territorial que el Gobierno Nacional pueda reafirmar cuando los titulares hablan de sus muertes casi a diario. Lo que sí hay son dudas y miedo, porque a pesar de querer hacer justicia en Colombia, los ángeles de la gente, de las comunidades, de los municipios apartados, tienen el alma pendiente, de un hilo porque la única paz que pueden sentir es la que les brinda su conciencia por seguir haciendo el bien, no la que aparentemente les ha ofrecido el Gobierno.
El medio ambiente se queda sin voz
Los conflictos socioambientales generados por las actividades extractivas aumentan y se agudizan porque no hay voces desde los territorios que nos son escuchadas. Las colectividades se ven anuladas por la imposición de las empresas y la permisividad del Estado.
Líderes, ambientalistas y sabedores tradicionales toman bajo sus cuerdas vocales la expresión de dolor, angustia y decepción. Muchos territorios en Colombia han visto cómo se transforman los paisajes de sus comunidades por la llegada de grandes empresas que encontraron un tesoro en sus suelos, montañas y/o agua. Ejemplo de ello son Pueblo Flechas en Córdoba con la presencia de Cerro Matoso y Albania, Barrancas y Hatonuevo con la existencia de El Cerrejón en La Guajira.
El níquel y el carbón son productos de la madre tierra que pierde su raíz, porque las máquinas vienen a cobrar su vida por el hecho de producir dinero para las empresas y para el Gobierno. Pero… ¿dónde quedan las poblaciones que sí valoran la riqueza de los suelos? ¿Quién les devuelve el cielo limpio que solían mirar antes de que llegara la explotación a cielo abierto? No hay respuesta.
Pero en la búsqueda de llamados de conciencia y en la lucha por la justicia ambiental, existen personas que pierden su vida no solo por las consecuencias de la explotación minera, sino porque sus voces las callan.
Según el último informe de Indepaz, se ha incrementado además el asesinato de líderes indígenas, afrodescendientes y campesinos desde el 2017; siendo muchos de ellos defensores del territorio y del medio ambiente, además de quienes trabajaban en temas de demanda o restitución de tierras, acciones frente a los proyectos minero-energéticos, entre otros. Como quien dice, el medio ambiente encuentra defensores y la situación de violencia ya no es solo contra los recursos naturales, sino que se camufla entre un mal aún mayor, los derechos humanos.
“El año pasado asesinaron a 197 defensores del medio ambiente en el mundo. Colombia puso 32 de esos asesinatos y es apenas superado por Brasil y Filipinas como los peores países para defender causas ambientales [3]” como lo afirmó Santiago Valenzuela. Esta cifra debe causarnos tanto dolor como cuando vemos los ríos secarse; las inundaciones y deslizamientos llevarse municipios completos; la “mutilación “de los escenarios naturales donde comienza a escasear la flora y la fauna de años atrás; la vida de los colombianos en manos del azar por la contaminación ambiental.
Esto es dolor de patria, y debe serlo; porque este tipo de resultados donde hombre y naturaleza son las víctimas son consecuencia de un país donde se levantan las voces a nivel individual y se vulneran. Por ello, es urgente que se ejecuten las consultas previas como eje de las acciones en los diferentes municipios. “La Consulta Previa es el derecho fundamental que tienen los pueblos indígenas y los demás grupos étnicos cuando se toman medidas (legislativas y administrativas) o cuando se vayan a realizar proyectos, obras o actividades dentro de sus territorios, buscando de esta manera proteger su integridad cultural, social y económica y garantizar el derecho a la participación [4]”.
Esta acción grupal, colectiva, en masa, es un ejercicio democrático que permite que la gente plantee sus posturas y que evalúe los impactos positivos y negativos en sus municipios; es la forma de alcanzar el bien común sobre el bien particular. Si estas voces se respetan, no solo es una manifestación explícita del respeto por la ley sino por las comunidades. Aquí podría radicar la importancia de la voz del pueblo y de un Estado que realmente aplique la ley y revitalice el concepto de democracia que se ha perdido por llenar las arcas de los más influyentes.
Bajo este contexto las voces del conflicto ambiental no se silenciarían. Las voces de los 32 asesinatos de defensores ambientales del año pasado seguirían escuchándose por las calles de los pueblos, y los que trabajan por la conservación y protección de los recursos naturales estarían dedicados —sin peligro— a resguardar los tesoros más grandes del planeta, esos que se convencionalizan con el color verde, pero que no tienen el signo pesos, ni se cuantifican en euros o dólares.
Blog publicado originalmente en Las 2 Orillas