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El IPDRS se complace en presentar esta visión sobre un tema urgente en Ecuador: la Ley de Tierras Rurales y Territorios Ancestrales. La autora parte del análisis sobre política pública y reforma institucional en el agro ecuatoriano realizado por el Observatorio de Cambio Rural (OCARU) a lo largo de los últimos tres años. Destaca las contribuciones centrales de Esteban Daza en el seguimiento del debate y el monitoreo a cargo de Isabel Salcedo, que permitieron construir una base de reflexión en diálogo con organizaciones indígenas y campesinas. El análisis de la Ley con enfoque de género contó con los aportes de mujeres rurales, indígenas y afroecuatorianas pertenecientes a organizaciones de Imbabura, Carchi, Pichincha, Sucumbíos y Esmeraldas, pertenecientes a los pueblos Cayambi, Cotacachi, Kitu kara y Afro.
La Ley de Tierras fue aprobada en el pleno de la Asamblea el 7 de enero de 2016. Posteriormente se envió al Ejecutivo, y el pasado 11 de febrero, éste emitió 18 puntos para cambiar la propuesta. La Asamblea, según sus propias declaraciones, acataría 16 de las sugerencias. Tiene 30 días para responder oficialmente. Puesto que el presente artículo se publica en ese lapso, resulta urgente mirar la mencionada Ley en sus antecedentes y sus proyecciones.
Un poco de historia
Con la llegada de la Revolución Ciudadana, en 2007, se inició en Ecuador un proceso de reforma institucional del Estado, que a lo largo de nueve años ha ido configurando un proyecto político modernizador, donde se asigna al campo una función determinada.
Durante la primera etapa constituyente hubo participación activa y propositiva de las organizaciones sociales, determinantes en las luchas contra el neoliberalismo. Esto, sumado a los aprendizajes de años anteriores, resultó en una Constitución garantista y democrática. A la vez una base para transformar las estructuras de desigualdades de clase, género y étnicas, que existían en el país, y para organizar marcos jurídicos que concretaran esos mandatos populares.
En la Constitución actual se establece el rol del Estado en la redistribución de la tierra y el acceso equitativo de campesinos y campesinas a ese recurso (Art. 282); se prohíbe el latifundio y la concentración, y se define combatir las desigualdades de género en el acceso a la tierra; se reconoce el trabajo reproductivo como generador de riqueza nacional y se incorpora la economía popular y solidaria. Según el Art. 334, el Estado desarrollará políticas específicas para erradicar la desigualdad de las mujeres productoras en el acceso a los factores de producción. Por otro lado, se establece la soberanía alimentaria como eje estratégico y obligatorio y se prohíbe el uso de transgénicos.
El sostenimiento de la seguridad y soberanía alimentaria están condicionadas por el acceso justo e igualitario a la tierra, el control en el manejo de los recursos y las políticas de redistribución y garantía que el Estado fomente, como sostienen las investigaciones sobre soberanía alimentaria y las organizaciones y mujeres campesinas. En ese sentido, las mujeres campesinas y de pueblos y nacionalidades son centrales, no sólo por su contribución directa a la producción, sino también porque participan activamente en la toma de decisiones de la Unidad de Producción Agropecuaria (UPA), y aportan con el trabajo no remunerado del cuidado, que permite la reproducción familiar, comunitaria y de los recursos naturales.
Sin embargo, luego de la aprobación de la Constitución, el proyecto democrático se fue convirtiendo en uno de modernización capitalista, sostenido sobre el pacto entre el gobierno y sectores empresariales. Ese modelo se caracteriza por el predominio de la agroindustria y el agronegocio, con grandes extensiones y concentración de tierra en sectores terratenientes y agroindustriales; uso intensivo de la tierra, fomento de productividad y desgaste ambiental; concentración de agua, y subsidios del Estado para sectores capitalistas del campo (Daza, Esteban 2015. La culpa es del wachofundio. A propósito de una ley de tierras. Quito: OCARU).
Entre la Ley y la realidad
En ese contexto, la nueva Ley de Tierras, como expresión del proyecto “correista” para el campo ecuatoriano, define sujetos y consolida un modelo específico. Desde la situación de las mujeres campesinas, rurales y de pueblos y nacionalidades, hay cuatro problemáticas centrales del campo que ayudan a entender esa orientación.
En primer lugar, la tendencia mundial que promueve un proyecto global capitalista basado en agronegocio y agroindustria, y configura un campo sin campesinos y una división internacional del trabajo, donde países como Ecuador proveen alimentos y sostienen la riqueza y diversidad sobre su condición de dependencia y el trabajo mal pagado, sobre explotado y no reconocido de los campesinos.
En segundo término, la tenencia desigual de la tierra. A pesar de los dos procesos de Reforma Agraria en el país, la concentración se mantiene y se agrava cuando se trata de las mujeres. En 1954, el índice de GINI fue de 0,86; cuarenta y seis años más tarde, alcanzó a 0,80. El último Censo Agropecuario fue en el año 2000 y el gobierno no muestra ningún proyecto para un nuevo Censo que permita actualizar información en un futuro cercano.
La legislación civil ecuatoriana reconoce que el administrador principal de la propiedad conyugal es el marido, y los datos muestran que éstos serían el 70% de los propietarios de la tierra, mientras que las mujeres apenas alcanzarían un 26% de representación en el régimen de propiedad (Deere, Carmen y León, Magdalena 2001. Empowering women: land and property rights in Latin America. Pittsburgh: University of Pittsburgh Press). Además de no haber datos actualizados, son escasos los estudios rurales que abordan la problemática de propiedad de la tierra para las mujeres.
En tercer lugar, la explotación y precarización de la fuerza de trabajo. El 78,39% de la Población Económicamente Activa (PEA) rural, está subempleada y los campesinos que diversifican sus fuentes de ingreso en zonas de expansión de agroindustria no logran cubrir la canasta básica familiar. Los estudios muestran que el trabajo en agroindustria genera enfermedades ocupacionales, que en el caso de las mujeres jornaleras rurales están vinculadas a trastornos musculo-esqueléticos, varices, problemas gineco-obstétricos y vías urinarias (Harari, Raúl 2011. Trabajo y salud en Ecuador, Quito: Abya Yala).
Finalmente, la feminización del campo y sobre carga de trabajo. A pesar de que el trabajo de las mujeres es estratégico en el sostenimiento del modelo de economía familiar campesina y de la soberanía alimentaria en el agro, el 2007 la Encuesta de Uso del Tiempo del Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC) mostró datos alarmantes sobre su situación de sobre-explotación a través de la medición de la carga global de trabajo, que mide el tiempo de trabajo remunerado extra doméstico y el no remunerado, como tareas domésticas, voluntariado en la comunidad y actividades que permiten el auto consumo. Las mujeres rurales ecuatorianas trabajan 82 horas y 58 minutos cada semana, mientras que los hombres, trabajan 60 horas y 11 minutos. La mujer de la ciudad, trabajan 75 horas y cinco minutos a la semana. La mujer campesina trabaja 22 horas más que los hombres en el campo y, aproximadamente, ocho horas más que la mujer de la ciudad.
La mayoría del empleo inadecuado (empleo no adecuado, subempleo y trabajo no remunerado) se encuentra en el comercio, manufactura y agricultura, ganadería, caza, silvicultura y pesca (INEC 2015). Según la Encuesta Nacional de Empleo, Desempleo y Subempleo (ENEMDU), la cuarta parte de las mujeres (campesinas, jornaleras rurales, indígenas, afro y montubias) están articuladas al sector de “agricultura, ganadería, silvicultura y pesca” (promedio del periodo 2008-2013) y el restante 75% son hombres.
A esto se suma la condición estructural de subempleo, que afecta fundamentalmente a las mujeres. Para diciembre de 2013, el 55% de los ocupados a nivel nacional se encontraban en situación de subempleo. En el sector rural alcanza al 75% de los sub ocupados y afecta más a las mujeres que a los varones.
Finalmente, el peso del empleo no remunerado se mantiene en la población de mujeres. Entre 2007 y 2015 hubo una mayor proporción de mujeres en la PEA con empleo no remunerados. Para septiembre 2015, el 8,4% de mujeres en la PEA tenían un empleo no remunerado, mientras que solo el 2,1% de los hombres de la PEA están en esa situación (INEC, 2015).
La principal ocupación de las mujeres es como “cuenta propia”. Para el año 2013, más de la tercera parte de las mujeres ocupadas fueron cuentapropistas (33.2%), luego “empleadas privadas” con 29% y “trabajadoras del hogar no remuneradas” 15%. Hay que considerar que las categorías cuentapropistas y empleadas privadas visualizan el trabajo de las mujeres en el ámbito productivo a lo que hay que agregar el no remunerado del hogar.
Para comprender mejor la estructura del trabajo rural es importante señalar que la ocupación campesina depende en gran medida del trabajo particular de las y los campesinos en sus parcelas. Debido a la persistencia del minifundio, que condiciona la producción de las UPA, y de las condiciones de desigualdad que hacen inviable la agricultura familiar campesina y otras formas de producción, la estrategia de las y los campesinos incorpora otras actividades que buscan aumentar ingresos para cubrir sus necesidades. A pesar de esto, la estrategia familiar no logra superar las condiciones de vida del campo y la especialización de las mejores tierras hacia la ganadería, la mecanización agrícola y las nuevas reglas de contratación laboral (temor a conflictos laborales y aseguramiento) han conducido a que el problema del subempleo subsista en el sector rural.
En Ecuador, en la última década, cerca del 24% de las UPA están a cargo de las mujeres, 68% en la Sierra, 25% en la Costa y 7% en la Amazonía. Las UPA administradas por mujeres son, en su mayor proporción, agricultura familiar y acceden, en promedio, a menos de ocho hectáreas por unidad productiva. Datos de la Encuesta de Superficie y Producción Agropecuaria Continua (ESPAC) del 2013 muestran más de 200 mil mujeres a cargo UPA; resaltando las que se desempeñan como “trabajadoras familiares no remuneradas”, entre las que hay un número relativamente pequeño de asalariadas.
Si complementamos esta información con datos proporcionados por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), las campesinas conforman el 60 u 80% de las productoras que generan alimento en los países en desarrollo. Sin embargo su trabajo, que aporta a la soberanía y seguridad alimentarias, se realiza en condiciones de precaridad y de poco acceso a la tierra. No hay datos desagregados por sexo para el acceso al agua, pero la ESPAC sostiene que el año 2013 apenas 16% de las unidades productivas de pequeña agricultura campesina tenían acceso a este recurso fundamental, en la mediana agricultura era 18% y en la empresarial 29%.
Tampoco contamos con información por sexo en el acceso al crédito, pero el productor agropecuario, en general, accede únicamente al 8% del crédito del sector financiero para ese sector. El crédito se concede mayoritariamente para la actividad ganadera (bovina y porcina), y para los cultivos exportables (palma africana, cacao, acuacultura y banano). Alrededor del 70% de la cartera el 2013 fue a estos rubros. Por tanto, la sostenibilidad de la soberanía alimentaria no está garantizada con acceso a crédito para las unidades familiares.
Efectos desiguales
Luego de haber expuesto la situación de desigualdad de las mujeres campesinas del Ecuador, pasemos a analizar los princiales puntos de la Ley de Tierras que las afectarían.
La Ley se basa en la idea de que el campesinado es un sector atrasado, pobre y poco productivo, como aparece en el capítulo de exposición de motivos. Por tanto, el propósito fundamental es aumentar la productividad en la pequeña y mediana agricultura, como vía para salir de la pobreza. No contempla la redistribución como elemento central para eliminar la pobreza y, por lo tanto, la condición estructural de desigualdad que afecta fundamentalmente a las mujeres no se recoge como razón para la promulgación de la Ley. Al ser el propósito de la Ley, concentrar el contenido en aumentar la productividad y con esto “resolver” la pobreza, como sostiene el gobierno; los usos ecológicos y menos agresivos sobre la tierra, así como los saberes campesinos, en donde las mujeres cumplen un rol central, se verán minados y marginados porque no son rentables, y están destinados a la agricultura que garantiza la reproducción familiar campesina.
La Ley no define el latifundio ni establece límite en número de hectáreas, tampoco mecanismos para redistribución, y deja sin efecto cualquier posibilidad de cambiar la tenencia desigual y la concentración de la tierra, afectando fundamentalmente a las mujeres rurales que se encuentran en situación de mayor desigualdad en cuanto a propiedad de la tierra.
La nueva norma incentiva un mercado de tierras administrado, por el Estado, sin mecanismos de control público o comunitario para frenar la dinámica del capital. Tanto para la venta de la tierra por adjudicación como para las tierra que forman parte del Fondo de Tierras mediante título gratuito, se establece un precio y esta compra y venta consolida que la única vía que reconoce la Ley para acceder a tierra es a través del mercado. Las mujeres campesinas no cuentan con recursos disponibles para comprar tierra, ya que perciben menos ingresos que los hombres, realizan trabajos no remunerados o son jefas de hogar y sostienen sus familias empobrecidas, por lo cual ven minadas sus posibilidades de acceder a ese recurso.
Las mujeres solo pueden acceder a programas de tierra, en caso de ser jefas de hogar, es decir, en ausencia del esposo; esto muestra que el Estado no las considerada como sujetos productivos, mucho menos estratégicos, en el ámbito agrario, y solo son sujeto de asistencia ante la ausencia del hombre jefe de familia.
La Ley fomenta el trabajo asalariado como única relación en el campo, y el salario como expresión exclusiva de esta relación. Se niegan otras formas estructurales de labor, como el trabajo no remunerado, realizado fundamentalmente por mujeres, que colocan el cuidado como condición para reproducir la vida (cuidado de la naturaleza y recursos productivos como agua y tierra, sostenimiento de biodiversidad y preservación de semillas; cuidado de la familia y crianza de hijos; mantenimiento del tejido comunitario y de prácticas culturales, etc.) Esta negación implica mayor desconocimiento del trabajo no pagado, que subvenciona al modelo hegemónico y mayores condiciones de explotación y precarización.
Al concentrar la función social en el cumplimento de niveles estables de productividad (Art. 11) y establecer la tierra como un recurso productivo de explotación y no como un medio común de vida, homogeniza la diversidad de formas productivas y saberes reproducidos fundamentalmente por las mujeres.
El establecimiento del uso sustentable de la tierra no impide o limita el uso de paquetes tecnológicos para incrementar la productividad. Tampoco establece con claridad la prohibición de transgénicos, amenazando, por lo tanto, el trabajo y conocimientos de cuidado, preservación y reproducción de semillas para el mantenimiento de la riqueza genética y un mejor enfrentamiento en etapas de crisis y hambrunas, tareas que están fundamentalmente a cargo de las mujeres campesinas que se organizan en estrategias como el intercambio y preservación de semillas a través de bancos.
Propone la “convivencia” entre la agroindustria y la soberanía alimentaria (Art. 2.) negando la existencia de relaciones de poder en el campo y la promoción de la agroindustria como modelo predominante, y obliga a los y las campesinas a usar la tierra para la producción de monocultivos y agroindustria, en detrimento de la soberanía alimentaria. Esta negación limita las posibilidades reales de reproducción de la soberanía alimentaria y de la calidad de vida de las mujeres campesinas, mientras que ellas contribuyen con su trabajo y conocimiento.
La norma consolida una única visión y proyecto del Estado sobre el campo, negando y limitando la participación de las organizaciones campesinas en la construcción de este proyecto (Art. 26.). A pesar del rol histórico de las organizaciones en la defensa de un modelo de soberanía alimentaria, el Estado reconoce únicamente a las organizaciones campesinas legales, y desconoce formas organizativas autónomas a las que pertenecen fundamentalmente las mujeres indígenas y afroecuatorianas.
El carácter de la institucionalidad agraria muestra el proyecto estatal de control del campo, que tiene como eje principal la promoción de estructuras jerárquicas, verticales y poco democráticas. Un ejemplo es la Autoridad Agraria Nacional, definida por el Ejecutivo para la formulación y aplicación de la política de tierras sin participación social.
El Fondo Nacional de Tierras concentra todas las tierras estatales de los programas de redistribución. La única forma para que el Fondo entre en funcionamiento es comprando tierras y volviéndolas a vender al mismo precio de la compra. Por lo tanto, su creación está relacionada con la transacción mercantil de la tierra y no con una concepción de redistribución por justicia social. No se establece enfoque de género o la constitución de un Fondo específico para las mujeres.
En resumen, la actual Ley expresa la modernización capitalista y su alianza con el patriarcado en el campo y con el proyecto de las elites sobre éste, sepultando la posibilidad de procesos de Reforma Agraria y, probablemente, precarizando y condicionando aún más la vida de las mujeres campesinas, indígenas, montubias y afroecuatorianas, que se ven conminadas a seguir sosteniendo con su trabajo y con sus saberes la seguridad y soberanía alimentarias, sin autonomía ni posibilidades de redistrubición y reconocimiento real a su perseverancia en un proyecto de reproducción de la vida, que tiene en el centro el cuidado de la sociedad.
*Las opiniones expresadas en este documento son responsabilidad del autor y no comprometen la opinión y posición del IPDRS.