El monocultivo de palma aceitera se extiende en los Montes de María, en Colombia, levantando protestas entre los campesinos que se quedan sin tierra
Hoy en día es casi imposible ver un jaguar en los Montes de María, un entorno donde se tumbó la selva y ahora está dominado por monocultivos como los de teca o palma aceitera. Sin embargo, el rey felino de las selvas americanas, que fue deificado por los indígenas y se convirtió en una pesadilla para los conquistadores europeos, está presente en cada una de las expresiones culturales de esta región del Caribe colombiano. Pintado en murales, cantado en canciones o contado en leyendas ancestrales, el tigre, como se le conoce localmente, es la figura central de la peculiar cultura montemariana. La leyenda cuenta que un pastor fue convertido en tigre por un hechicero para poder devorar a una vaca que pastaba frente a él. Para volver a su forma humana, debía respetar únicamente el corazón de la bestia. Pero el pastor atigrado no pudo evitar su ansia y su cuerpo quedó para siempre con forma animal, mientras sus antiguos vecinos escuchaban sus rugidos por el monte.
"Cada uno interpreta la leyenda de una forma", explica Manuel de la Rosa, un joven músico de San Juan de Nepomuceno, una localidad enclavada entre montañas selváticas en los Montes de María. "Con la llegada de la guerra, muchos veían al tigre como la guerrilla, que estaba allá en el monte, y sus rugidos como las explosiones de los combates", relata Manuel, desplazado él mismo por el conflicto durante tres años en Bogotá. Nadie conoce a ciencia cierta el origen de la leyenda, aunque podría tener un origen precolombino o incluso haber sido introducida en la región por los numerosos esclavos africanos que se instalaron allí tras huir de sus amos españoles de las ciudades costeras. Poblaciones indígenas, afrocolombianas y mestizas componen un crisol cultural que se ha mezclado en esta región montañosa y selvática del norte de Colombia.
Cerca de un tercio de la población huyó de la región entre 1998 y 2008, según datos del Gobierno colombiano
En los años ochenta, la guerra que se extendía por todo el país entre grupos guerrilleros y el Estado llegó aquí para quedarse. Los Montes de María fueron el escenario de varias de las peores masacres cometidas durante una guerra que alcanzó cotas de brutalidad inimaginables. Según datos del Gobierno colombiano, cerca de un tercio de la población huyó de la región entre 1998 y 2008, dejando sus pueblos a merced de los fantasmas de la guerra. Tras la desmovilización de los paramilitares y la retirada de la guerrilla hace una década, los combates, los atentados y los secuestros cesaron y la población desplazada comenzó a regresar a los Montes de María. Pero la región ya había cambiado para siempre. Las comunidades se habían roto, las tierras tenían nuevos dueños y los cultivos tradicionales de ñame, de yuca y de banano habían sido sustituidos por un nuevo colonizador: la palma africana de aceite.
El monocultivo como consecuencia de la guerra
A los lados de la carretera entre María la Baja y El Playón, la palma aceitera es la reina del paisaje, solo interrumpida por una enorme planta de tratamiento. El pequeño fruto de este árbol originario de África se convierte en un aceite con usos culinarios, cosméticos e industriales. Durante la guerra, muchos campesinos locales desplazados decidieron vender a cualquier precio sus tierras mientras sobrevivían mendigando en las calles de Cartagena o Barranquilla. Otros, ante la falta de acceso a los créditos bancarios, aceptaron asociarse con grandes empresas agroindustriales como las que componen Fedepalma, con quienes se comprometían a cultivar la palma aceitera durante 20 años. Esta empresa, a través de su fundación, terminaba de convencer a muchos indecisos supliendo las carencias de un Estado inexistente en la región a través de la construcción de escuelas e infraestructuras básicas. De una forma u otra, el monocultivo se abrió camino hasta convertirse prácticamente en la única forma de agricultura en la zona.
En la comunidad afrocolombiana de San Cristóbal, no hizo falta una masacre para que más del 70% de la población decidiera marcharse antes de que la muerte se presentara en sus casas. "Lo que podemos ver es que, a través del conflicto armado que hubo, todo el desplazamiento tenía algo detrás, que era la compra masiva de tierras", dice Luis (nombre ficticio), hoy portavoz del Consejo Comunitario de San Cristóbal y que entonces tenía tan solo 12 años. "Mientras nosotros salíamos, otros entraban, compraban y se quedaban. Nosotros estamos reaccionando ahora y viendo quiénes eran los que venían y quiénes eran los que asesinaban y desplazaban. Hay una relación", añade, entrevistado en la plaza principal del municipio de San Jacinto.
"En el caso de los Montes de María no se ha podido probar judicialmente la relación directa entre la agroindustria palmera y los desplazamientos llevados a cabo por grupos paramilitares, como en el caso del Chocó", explica Paula Álvarez, una investigadora independiente experta en el conflicto en torno al cultivo de palma aceitera en María la Baja. "Pero llama la atención que después de las masacres, los desplazamientos y el vaciado del territorio, vinieron las compras masivas por parte de los palmeros, al igual que ocurrió en otras partes del país como el Chocó y el Catatumbo", añade Álvarez.
Palma aceitera, argumentos a favor y en contra
A comienzos del año pasado, los peces empezaron a salir muertos a flote en la represa de Arroyo Grande, a escasos kilómetros de María la Baja. El Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) tomó muestras, pero nunca determinó el motivo por el que los peces se fueron amontonando en cadáveres en las orillas del embalse. Para muchos habitantes de las veredas cercanas, la culpa era de los químicos utilizados en los monocultivos de palma que se surten del agua del embalse. Los mismos que, según reportan los vecinos, les producen enfermedades gastrointestinales y cutáneas, al entrar en contacto con la única agua a la que tienen acceso.
Mientras nosotros salíamos, otros entraban, compraban y se quedaban
Luis, portavoz del Consejo Comunitario de San Cristóbal
"El uso de pesticidas y agroquímicos que utiliza la plantación ha contaminado la tierra y sobre todo el agua de todos los canales del distrito de riego de María la Baja, que ha causado enfermedades de distinto tipo entre la población local", explica Álvarez. "Además de los daños medioambientales, el monocultivo de palma produce la pérdida de la soberanía alimentaria y de la autonomía del campesino para decidir qué es lo que quiere sembrar en su tierra por culpa de las alianzas productivas, un modelo tramposo que hace que solo plantando palma pueda tener acceso a créditos".
Abel Mercado, directivo de la planta procesadora de aceite de palma de Mampuján, niega que exista una relación entre las actividades de Fedepalma y los problemas con el agua en la región. "Hay que entender que este es un proyecto a largo plazo y nosotros no podemos entrar a chocar con la comunidad, sino a convivir de una manera armónica", explica. Para el empresario palmero, "bajo el modelo de alianza con los pequeños productores, se benefician todos los elementos de la cadena productiva y son cultivos generadores de mano de obra", aunque reconoce que la siembra de palma no compensa suficientemente la falta de cultivos alimentarios en términos económicos y de soberanía. Para subsanarlo, Mercado asegura que sus asociados pueden incluir otros tipos de plantaciones distintas de la palma en sus terrenos, algo que se contradice con la simple observación de los miles de hectáreas ininterrumpidas de monocultivo de palma en María la Baja y el relato de la investigadora Álvarez.
Resistencias y alternativas desde la base
A medida que la carretera se aleja de María la Baja y comienza a rodear las montañas en dirección a San Juan de Nepomuceno, los cultivos infinitos de palma van desapareciendo. En esta zona de transición entre las plantaciones de palma aceitera del norte y las de madera de teca del sur, los campesinos han sido capaces de organizarse en cooperativas y resistir al imparable avance del monocultivo. En Asoagro, 69 familias se han asociado para trabajar sus tierras de forma comunitaria y crear un proyecto económico que sea a la vez respetuoso con sus formas tradicionales de cultivo y viable económicamente. Allí, cada campesino sigue siendo dueño de su tierra, pero la comunidad tiene que dar el visto bueno para la venta de una parcela a una tercera persona.
La población local acusa a los químicos utilizados en los monocultivos de ser la causa de enfermedades gastrointestinales y cutáneas
"Las organizaciones de base como esta han servido de escudo para evitar el despojo", declara Antonio (nombre ficticio), representante de Asoagro. "Las madereras nos han ofrecido bastante plata, pero nosotros no la aceptamos porque la tierra nos da el dinero para trabajarla. Yo no sé qué podría hacer con la plata, pero sí que sé lo que tengo que hacer con la tierra". Esta organización, formada en 2004 por campesinos víctimas del desplazamiento, produce ñame, cacao y miel de abeja, entre otros productos que está empezando incluso a exportar al extranjero, y es uno de tantos ejemplos de organizaciones de base que están surgiendo en la zona.
En el extremo sur de los Montes de María, La Esperanza, una de las pocas comunidades indígenas zenúes que aún existen en la zona, ha apostado por un turismo gestionado comunitariamente y que respete el entorno como alternativa a la agroindustria. "Nos han llegado proyectos de teca y de palma y los hemos rechazado porque nosotros mantenemos nuestra cultura y nuestro derecho al medio ambiente, vivimos de la naturaleza", explica el capitán indígena Isaías. El parque ecoturístico Ecolosó, que incluye una cascada en medio de una zona selvática, fue aprobado este año a pesar de las reticencias iniciales de los indígenas a recibir turistas en su región. "Es una fuente natural, la cual si se usa mucho se daña, pero ahora nos damos cuenta de que, si la sabemos manejar, podemos mejorar la calidad de vida de los habitantes y que los visitantes que vengan se lleven una buena imagen de la comunidad", explica Julia, representante del cabildo indígena.
El cerro de la Cansona, perteneciente al municipio del Carmen de Bolívar, es de los pocos puntos que supera los 1.000 metros sobre el nivel del mar en los Montes de María. Desde su cima se observa una vista panorámica que abarca la represa de Arroyo Grande, el inicio de las 11.000 hectáreas de monocultivo de palma aceitera de María la Baja y, en un día despejado, el mar Caribe y la ciudad de Cartagena de Indias. Allí en la alta montaña, los jóvenes como Steven, de 24 años, empezaron a organizarse en 2013 para tratar de evitar lo que empezaba a ser un segundo desplazamiento tras el provocado por la guerra.
"Con el monocultivo vamos a ser de nuevo desplazados porque nos estamos quedando sin tierra y un campesino sin tierra no es campesino, la identidad nuestra es sembrar", explica Steven, miembro del colectivo Jóvenes Provocadores de Paz. En esta zona alta, el monocultivo tampoco ha penetrado como a los pies de la montaña y Steven lo achaca a una mayor organización y conciencia campesinas, como ocurre en San Juan o con los indígenas de La Esperanza. "La diferencia es que la zona de María la Baja no está organizada, nosotros hemos hecho una articulación y hemos pasado una propuesta de varias organizaciones de base donde decíamos que no queríamos palma y cuando nos ven organizados paran", declara el joven campesino.
Además de los daños medioambientales, el monocultivo de palma produce la pérdida de la soberanía alimentaria y de la autonomía del campesino
Paula Álvarez, investigadora
Sin embargo, las resistencias desde la base, en la mayoría de los casos chocan contra unas políticas públicas "articuladas en función de los intereses del sector privado", según la académica Álvarez. "La gente reclama un lugar donde vivir y donde comer y la palma no da ni lo uno ni lo otro", añade. Entretanto, las formas de cultivo tradicionales, respetuosas con el medio ambiente y garantes al menos de una mínima soberanía alimentaria, retroceden junto con las culturas ancestrales. El jaguar montemariano parece condenado a la desaparición frente a los métodos agrícolas más expansivos.
Literalmente rodeado por cultivos de palma aceitera, la vereda de Mampuján, perteneciente a María la Baja, es una isla de resistencia frente al avance del monocultivo. Sus calles no están asfaltadas y casi todas las casas están a medio hacer. En el interior de la suya, Carlos, un campesino que fue desplazado durante el conflicto junto con otras 1.400 personas, explica por qué siguen resistiendo, contra viento y marea, como un jaguar que defiende su territorio. “Cuando nosotros trabajamos en el campo, el sol está muy fuerte, muy caliente. Y sabemos que, si dejamos el machete y nos vamos a la sombra, los demás se van a la sombra también. Por eso, seguimos con el machete dándole, aunque el sol esté inclemente. De alguna manera, resistimos para que los demás también resistan”.
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