El preocupante aumento de asesinatos de líderes sociales es el peor indicador de lo que serán los primeros meses de implementación del acuerdo de paz. La guerra sucia del pasado no se puede repetir.
Ser líder social en una región rural de Colombia, donde la guerra ha terminado y se empieza a construir la paz, se ha convertido en un peligro inminente. Este año han asesinado a 57 de ellos (16 más que el año anterior) según la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Esta agencia destaca que el año pasado ya había alarma porque la tendencia de este tipo de violencia estaba creciendo.
En ese contexto, el gobierno puso a funcionar una comisión de seguimiento a casos de agresiones a defensores de derechos humanos, encabezada por el ministro del Interior, en la que participan varias entidades de seguridad y justicia. Luego de más de un año de trabajo, el gobierno dice que no encuentra un patrón común en los asesinatos, basado en la investigación que provee la Fiscalía. Asegura que no hay una conexión entre los diferentes casos ocurridos en todos los lugares del país y, por lo tanto, no hay un plan de exterminio.
Sin embargo, tanto la ONU como sectores de la sociedad civil han llamado la atención sobre la necesidad de hacer una lectura más cuidadosa del contexto de estos casos. Para Todd Howland, representante de la Oficina de Derechos Humanos de la ONU, este año han muerto mayoritariamente miembros activos de Juntas de Acción Comunal de regiones en las que las Farc han tenido fuerte presencia. Dos casos paradigmáticos ocurrieron hace dos semanas cuando fueron baleados Erley Monroy, en San Vicente del Caguán, y Didier Losada, en La Macarena, Meta, ambos en la región del Yarí.
Para nadie es un secreto que estas juntas comunales, concebidas dentro del ordenamiento jurídico colombiano, son particularmente fuertes en las regiones donde la guerrilla ha ejercido su influencia. “Son las bases organizativas de las comunidades agrarias que tienen interlocución con los gobiernos”, dice Pastor Alape, del secretariado de las Farc. Pero, además, agrega que muchos de los asesinados hacen parte del movimiento político de izquierda Marcha Patriótica, y eran personas muy comprometidas con la implementación de los acuerdos de La Habana.
Todo el mundo se pregunta si estos asesinatos forman parte de una campaña de sabotaje al proceso de paz. Al respecto no hay una sola respuesta. Para la Fiscalía las muertes de líderes sociales son casos individuales. Para el gobierno, son las primeras alarmas de una reconfiguración de los poderes armados en los territorios donde antes dominaban las Farc. Para los guerrilleros, hoy en tránsito a la vida civil, es el principio de un exterminio como el que vivió la Unión Patriótica. ¿Quién tiene la razón?
Quiénes mueren
Lo primero que hace la Fiscalía en sus investigaciones es preguntarse quién era la víctima. Esa es la pista inicial para establecer si hay un patrón o no. Hasta ahora ese ente investigador dice que los casos son tan diversos que van desde venganzas hasta cobro de deudas, y que en casi ninguno hay causales políticas a la vista. También que muchos de los afectados no son líderes, incluso que algunos tenían orden de captura y estaban inmersos en actividades ilícitas.
Para el alto comisionado de paz, Sergio Jaramillo, cuando se retira un actor armado tan influyente en términos de la economía ilícita y del control social, es normal que estallen disputas entre grupos que pugnan por entrar a esas zonas, e incluso dentro de las propias comunidades que ven romperse la hegemonía existente. En ese sentido, para él esta era una consecuencia esperable del posconflicto, que exige una actuación rápida y eficaz del Estado.
Jaramillo apoya su tesis en los informes que demuestran que aunque la mayoría de las personas asesinadas estaban organizadas, también mantenían algún tipo de vínculo con economías o actividades ilícitas como la coca o la minería ilegal. Eso hace que muchos casos merezcan una lectura regional. Según Eduardo Álvarez, de la Fundación Ideas para la Paz, en Arauca una cantidad de homicidios de personas con militancia comunista han sido atribuidos al ELN. De hecho, Carlos Lozano, director del periódico Voz, le escribió una carta abierta a Gabino, jefe de ese grupo guerrillero, para reclamarle por este motivo.
Otro caso muy especial ha sido el del Cauca, donde la Fiscalía desarticuló un grupo que aparentemente trabajaba para el ELN y al que se le responsabiliza de 12 asesinatos. En este departamento la salida de las Farc ha significado una disputa de rentas de la minería ilegal entre quienes ya estaban y quienes están llegando. El control y las reglas del juego que establecía esta guerrilla están rotas y eso explicaría, según los investigadores, esa violencia.
En Tumaco, Nariño, la situación es dramática. Howland destaca que en este municipio van 119 asesinatos, desde retaliaciones entre disidentes de las Farc, hasta disputas entre seis grupos diferentes que se pelean rutas de narcotráfico y que tratan de ocupar el lugar que antes tenía esta guerrilla.
Las organizaciones de derechos humanos temen que la justicia, con la metodología de casos aislados, pierda de vista el contexto. Las investigaciones de este tipo de violaciones de derechos humanos suelen ser débiles en la parte probatoria, pues las cometen fuerzas oscuras que saben actuar sin dejar rastro, y a veces actúan protegidas por actores de la institucionalidad. Por eso la jurisprudencia internacional recomienda leer el contexto de los periodos en los que la violencia se dispara contra grupos particulares de personas. Ese contexto hoy son los avatares del acuerdo de paz con las Farc.
¿Quién está detrás?
El gobierno y los grupos de derechos humanos discuten hoy sobre qué hay detrás de estas muertes. ¿Apenas un reacomodo de los factores de violencia locales, o una campaña orquestada para sabotear el proceso de paz? Hasta ahora la expresión más repetida en las bases de datos de las víctimas es: “Autor desconocido”. Paradójicamente, las bacrim no son, como se ha dicho en muchos medios, las responsables en la mayoría de los casos. Y eso es justamente el mayor riesgo. No saber quién comete estos asesinatos es la cuota inicial para que se mantengan en la impunidad, y, por tanto, el desangre continúe.
Y es que por estos días, para muchos militantes de izquierda, este drama es un déjà vu. Perciben que se está repitiendo la historia de la Unión Patriótica, organización que perdió bajo las balas de sicarios a más de 1.500 militantes, la mayoría de ellos, como ahora, líderes campesinos de base. Dos décadas después, la justicia no ha probado su sistematicidad ni la existencia de un plan nacional.
Hasta ahora, el Consejo de Estado es la única institución que ha definido lo ocurrido con la UP como un exterminio. Sin embargo, diversas investigaciones realizadas en estos años demuestran que agentes oficiales influyentes –especialmente de la fuerza pública y de la clase política–, se aliaron con paramilitares para perpetrar muchas de estas muertes y obtener un resultado: el fracaso de la opción política legal que buscaban crear las Farc.
Esta vez el contexto es diferente y en la Colombia de hoy se hace más difícil aclarar lo que está ocurriendo. Primero porque la cúpula de los militares le está apostando a la paz. Por lo tanto, es más difícil pensar que haya un plan para sabotearla desde los cuarteles. Segundo, si muchos sectores han justificado las muertes de la UP como consecuencia de la combinación de las formas de lucha de la guerrilla, esta vez ese argumento se quedó sin piso, pues el desarme de las Farc es inminente. Tercero, el paramilitarismo tal y como se conoció en los años ochenta y noventa ya no existe. Las bandas criminales disputan territorio por intereses económicos y tienen oficinas de sicarios que matan a sueldo. Pero no necesariamente tienen una motivación política para asesinar a militantes de izquierda o líderes sociales, sino más bien para eliminar rivales de negocio o vendettas entre ellos.
Las Farc, aunque en La Habana admitieron que esta violencia neoparamilitar es multidimensional, frente a los hechos más recientes tienden a pensar que un ‘cerebro’ intenta desestabilizar el proceso de paz por la base. Para ellas, los llamados a la resistencia civil hechos por grupos opositores son peligrosos porque sectores corruptos de la fuerza pública y de elites locales en las zonas de conflicto los entienden como una licencia para actuar violentamente. En la cúpula de las Farc están convencidos, además, de que hay interés en sabotear su transición a la política no solo vituperando el acuerdo de paz firmado la semana pasada en las altas esferas de la política, sino haciendo imposible el arraigo de ellos en los territorios. Sembrar miedo, desconfianza y odio para hacerlos fracasar y retroceder.
¿Qué hacer?
Desde un principio se supo en La Habana que el tema de garantías de seguridad sería uno de los más difíciles, dado que infortunadamente la historia del país ha sido de fracasos en esa materia. El último de ellos, cuando en 2005 las AUC dejaron las armas y en cuestión de semanas grupos emergentes y disidentes ya copaban los territorios. También hay conciencia de que en el caso de las Farc puede haber mayores dosis de retaliación de sectores que no aceptan de ninguna manera los términos del acuerdo de paz. Y suelen actuar más contra sus bases sociales que contra los propios guerrilleros En términos reales, hasta ahora lo que mejor ha funcionado en el caso de garantías para los líderes han sido los escoltas, que han salvado la vida de algunos de ellos.
Ante la preocupante situación actual, lo único concreto por hacer es implementar ya mismo los puntos cruciales del acuerdo de paz ya refrendado. Por un lado, instalar la Comisión de Garantías, encabezada por el propio presidente de la república. Por otro, que el fiscal general nombre a la persona que asumirá la unidad especial de investigación contra el crimen organizado, que tendrá que funcionar a la manera de un bloque de búsqueda. Activar y fortalecer todos los mecanismos locales de alerta e investigación para blindar los territorios. En eso es crucial que la Policía y la Justicia demuestren que realmente están preparadas para el posconflicto en las zonas rurales, donde más se les necesita. Finalmente diseñar una verdadera política de reconciliación. Estuvo bien firmar la paz. Ahora toca pasarla del papel a la realidad.
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