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(*) Silvia Lilian Ferro
El presente artículo se basa en el documento del mismo nombre recientemente difundido por el Instituto para el Desarrollo Rural de Sudamérica (IPDRS), octavo en la serie EXPLORACIONES. El texto revisa históricamente el papel de las políticas públicas que los Estados Nacionales implementan en la profundización de las brechas de desigualdad en las estructuras agrarias de Sudamérica, y analiza la directa y estrecha relación entre éstas y la construcción de las relaciones de fuerza entre los actores agrarios de la estructura de propiedad de la tierra.
Las políticas comerciales determinan qué factores productivos: tierra, trabajo, capital e innovación tecnológica, se facilitan en atención al modelo de desarrollo rural imperante y a la vez, desde la organización política estatal, se establecen los marcos normativos que definen las reglas de acción de los actores agrarios y de su acceso a los recursos necesarios para producir o subsistir en los medios rurales.
Los efectos diferenciales de las políticas comerciales construyen las jerarquías entre actores agrarios vinculados a la exportación. El campesinado criollo y los pueblos originarios producen esencialmente para el mercado alimentario local, pero son actores considerados subalternos, porque desarrollan actividades agrícolas de subsistencia. Las orientaciones productivas tienen correspondencia con la facilitación o impedimentos de acceso a los factores productivos, entre ellos la tierra.
La forma histórica de inserción de los países sudamericanos a los mercados mundiales, predominantemente desde la agroexportación, impulsan la expansión de determinados cultivos, alientan formas de producción agraria específicas en detrimento de otras, e inciden respecto a qué mercados alimentarios, internos o externos, tendrán prioridad en los objetivos de los programas domésticos de desarrollo rural, en la forma de alicientes fiscales, subsidios diferenciales, acceso al crédito, etc.
Esta vinculación preferencial con los mercados agroalimentarios internacionales impacta de forma directa en el valor de referencia internacional de los factores de producción agraria, entre ellos la tierra, y determina qué actores agrarios recibirán transferencias de tecnologías, créditos, exenciones tributarias y el margen de competitividad interna y externa posibilitada por las políticas monetarias que logran transferencia de ingresos desde otros sectores de actividad económica, entre otros aspectos distributivos.
La consolidación de economías agroexportadoras en el bloque regional sudamericano, con excepción de las economías nacionales exportadoras de petróleo y derivados, ha sido posible gracias a la existencia de 580.917.400 hectáreas, según datos estadísticos de la FAO del año 2008, lo cual implica que constituye el 11,89% de la superficie rural del mundo estimada por ese mismo organismo en 4.883.697.720 hectáreas. Debe advertirse que las estimaciones de esta base se realizan tomando conjuntamente fuentes oficiales y semioficiales de información de los países miembros. De allí que puedan haber diferencias con las cifras publicadas por censos oficiales nacionales, además de los distintos cortes de datos por año que se obtienen de cada país.
Sin embargo, los distintos actores dentro de las estructuras agrarias nacionales acceden desigualmente a esa inmensa extensión de superficie agrícola. Esto es fácilmente verificable si se observa la estructura de propiedad de la tierra de cada espacio nacional, evaluando el reparto de ésta entre los distintos actores del agro a lo largo de su historia post-independentista y reciente. Cabe preguntarse entonces ¿cómo y cuándo se conformaron los rasgos visibles de la estructura de propiedad de la tierra que sostiene las actuales economías agroexportadoras predominantes en los Estados Sudamericanos?
Construcción histórica de las desigualdades
La actual estructura de propiedad de la tierra en los países de Sudamérica se configuró durante la segunda mitad del siglo XIX, según la forma de inserción de los nacientes Estados a los mercados mundiales; y se ha modificado poco en la actualidad. Es una matriz común, basada en rasgos de violencia, concentración, extranjerización y especulación rentística.
Este orden de cosas sólo se intentó cambiar en el siglo siguiente, con las experiencias redistributivas de la tierra llevadas a cabo por los gobiernos populares llamados peyorativamente «populistas» por la historiográfica europea [VILAS, Carlos M. (1988): El populismo latinoamericano: Un enfoque estructural. Desarrollo Económico, 111, octubre-diciembre, 323-352], en coincidencia temporal con la era de los denominados Estados de Bienestar, en occidente.
El periodo de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI) en Sudamérica coincidió con gobiernos populares en gran parte de los países, especialmente en el cono sur, los cuales intentaron que los sectores desaventajados rurales y urbanos mejoraran su participación en la riqueza generada especialmente en el ámbito rural, mejorando su posicionamiento respecto del acceso a los factores de producción agraria.
Una de esas estrategias fue intensificar las colonizaciones de tierras fiscales, beneficiando al asalariado rural y al campesinado. Décadas después, esta estrategia, fue también propiciada por la Alianza para el Progreso y financiada por organismos internacionales de crédito con el fin de contener las frustraciones en las demandas por la tierra de campesinos y pueblos originarios, que los hicieran permeables a encuadrarse en los movimientos revolucionarios que emergían en la región.
Las experiencias redistributivas fueron en general violentamente clausuradas por golpes de estado recurrentes intercalados con democracias incipientes, hasta finales del siglo XX, cuando comenzó un ciclo contrario de recuperación democrática. Los golpes cívico-militares implicaron una vuelta a las jerarquías tradicionales en la propiedad de la tierra, retornando a esquemas oligárquicos de tenencia y concentración en desmedro de los sectores rurales subalternos. Se relanzó un ininterrumpido proceso de concentración de la tierra que, posteriormente, las fuerzas del mercado contribuyeron a cristalizar, sin necesidad de recurrir a la violencia armada, acicateadas por la innovación tecnológica que significó la llamada Revolución Verde.
La aplicación de los paquetes tecnológicos, como la mecanización de punta y la tecnología genética y agroquímicos, propios de la Revolución Verde, tuvieron el efecto expulsivo de los sectores que no tenían acceso al capital o a los apoyos institucionales estatales y privados, que sí tenían- y siguen teniendo en forma prioritaria- los actores agrarios vinculados a la agroexportación, bajo la premisa de incrementar la productividad de la tierra.
En esta etapa coinciden los movimientos rurales donde sectores campesinos y de pueblos originarios plantean una discusión política central sobre la mejor distribución de la tierra y, por ende, el giro hacia modelos de desarrollo rural más equitativos e incluyentes. Son procesos de Reforma Agraria, inconclusos por las revanchas oligárquicas expresadas en la violencia política institucional contra los grupos subalternos.
Con la expansión del neoliberalismo en la segunda ola global en el mundo, que comenzó a perfilarse en la región desde los créditos internacionales en montos inéditos en las historias económicas de los países, crisis financieras y cobro de abultadas deudas externas que impusieron a los Estados sudamericanos, junto con los llamados ajustes estructurales y la minimización de los Estados, la exigencia de exportar commodities, para obtener divisas rápidamente y afrontar las recurrentes crisis de deudas.
En los años 80 se vivió el empeoramiento de las desigualdades en las estructuras nacionales de propiedad de la tierra, que llegarán a su peor momento en la década de los 90, debido a las recurrentes crisis de precios agrícolas, los recortes de salarios que restringían el consumo interno y otros indicadores recesivos propios de la aplicación de las medidas surgidas después del Consenso de Washington, que impactaron decisivamente en los escenarios rurales y en el sostenido incremento de la pobreza y la indigencia rural. Todo ello provocó, una vez más, olas de emigraciones del campo a las ciudades, favoreciendo condiciones de una marcada concentración de la tierra.
En la década del 2000 la llegada de gobiernos populares a varios países de la región significó un giro de los modelos de desarrollo económico nacionales; se comenzaron a delinear políticas de autonomía frente a los centros mundiales de poder económico y las poblaciones fortalecían estas agendas políticas nacionales, reforzando discursos de integración política y económica plurinacionales.
En estos espacios se alienta a los movimientos sociales agrarios y a las organizaciones de la sociedad civil en general a expresarse, para que sus agendas reivindicativas sean tomadas en cuenta en la discusión técnica y política sobre las condiciones y oportunidades para la producción alimentaria sudamericana, volviendo el eje hacia a la satisfacción óptima de sus mercados alimentarios domésticos, a medidas que se hagan más sostenibles y menos extractivas sus producciones agrarias orientadas hacia los mercados internacionales.
En la actualidad, Argentina y Brasil, los dos socios principales del Mercado Común del Sur (MERCOSUR), componen en conjunto con los demás Estados Parte y Asociados, uno de los bloques regionales más importante de América Latina y del mundo en cuanto a la producción y exportación de alimentos.
La región afronta el desafío de superar las matrices coloniales que diseñaron su forma de inserción en el mundo desde paradigmas extractivos, que se expresan en el resurgimiento de la minera transnacional y en la agricultura de exportación fuertemente extractiva de la riqueza mineral de los suelos. Ambas presionan sobre las reservas de agua dulce, que se cuentan entre las más importantes del mundo. Las cuestiones de las riquezas subterráneas de petróleos y derivados y de la minería también presionan fuertemente hacia la expulsión de población, debido a la insalubridad en las condiciones de vida de comunidades campesinas y de pueblos originarios.
Prospectivas
La lógica extractiva de las riquezas sobre y bajo las tierras sudamericanas, que se impusiera en la etapa colonial y en la segunda mitad del siglo XX sigue gravitando en los modelos actuales de desarrollo económico. Las fuertes resistencias que le oponen grupos de acción política y, en algunos casos, los mismos gobiernos populares, son una fuente de conflicto permanente, pero también una fuente de reivindicación del aporte político, agroecológico y cultural de los sectores tradicionalmente desaventajados del agro.
La sostenibilidad es un concepto que supera al de sustentabilidad, ya que no se enfoca sólo en lo ambiental para proteger la diversidad ecológica sudamericana y revertir la gran contaminación de los suelos- por los millones de toneladas de agroquímicos volcadas, por ejemplo-y la preservación de la salud humana, sino que alude también al equilibrio entre los actores agrarios que participan en las relaciones sociales de producción y en su perdurabilidad generacional.
En la etapa actual reaparece con fuerza el debate por la remoción de las desigualdades en las estructuras de propiedad fundiaria, y confrontar nociones de soberanía alimentaria, más allá del concepto de seguridad alimentaria que proponen las agencias de organismos multilaterales como la FAO y su red de organizaciones civiles internacionales.
Sudamérica es una de las regiones más decisivas en el mundo en cuanto a producción de alimentos, particularmente en este momento de la historia humana, caracterizada por la mayor cantidad de personas afectadas por el hambre y, al mismo tiempo, de mayor producción alimentaria con base en la productividad posibilitada por los avances tecnológicos. Esto muestra un abanico de tensiones y conflictos, pero también de necesarias alianzas y negociaciones, entre movimientos sociales agrarios, corporaciones empresariales rurales, gobiernos y organizaciones de la sociedad civil, en escalas nacionales, regionales e internacionales y multilaterales, augurando un tiempo de intensa puja por la orientación de modelos productivos nacionales.
* Silvia Lilian Ferro es historiadora, Doctora por la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla), Departamento de Economía Aplicada, Métodos Cuantitativos e Historia Económica. Especialista en desarrollo rural, área en la que trabaja como asesora.