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News & Events Las olvidadas de la paz
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Florencia (Colombia)


 



En las calles de Florencia, la capital del departamento colombiano de Caquetá (sur del país), los vehículos se detienen cuando el semáforo está en rojo y los motoristas llevan casco. Las aceras están limpias y las tiendas y bares llenan unas calles por las que se pasea con tranquilidad. Cuesta percibir que, en este lugar, como en tantos otros de Colombia, levantar la voz, protestar, denunciar o quejarse se paga hasta con la vida. Caquetá bien podría ser una radiografía de la Colombia actual: el acuerdo de paz firmado en 2016 entre el Gobierno del expresidente Juan Manuel Santos y las FARC transmite la imagen de un país en vías de reconciliación en donde, al levantar la alfombra, se descubre una guerra sucia y silenciosa por la que se está asesinado a líderes sociales con impunidad. Una guerra especialmente cruenta contra las mujeres.


María (nombre ficticio para proteger su identidad) es una de estas líderes sociales. Vive y trabaja en un municipio caqueteño. Hace unos días, esperaba para cruzar la calle en Florencia cuando un motorista se detuvo a su lado. Acercó la cabeza y, con la voz retumbando desde dentro del casco, le dijo: “No debería usted ir con ese bolso tan bonito. Si no, cuando la matemos, van a pensar que lo hicimos para robarle. Y su muerte no habrá valido de nada”. Después el motorista arrancó y dejó a María paralizada, aferrada a su bolso como si aquella amenaza tuviera algo que ver con él.


En Colombia, el acuerdo de paz alivió los indicadores de violencia: la tasa de homicidios de 2017 fue la más baja de los últimos 50 años, según el Ministerio del Interior. Hay, sin embargo, un reverso. Desde que se firmó la paz, la violencia contra defensores de los derechos humanos, líderes sociales y sindicales se ha disparado. Según los datos del informe de Oxfam Intermón Defensoras de la tierra. El territorio y el ambiente: guardianas de la vida, basados en el Programa Somos Defensores y que la organización tiene previsto publicar estos días, el asesinato de activistas pasó de 35 en 2016 a 126 en 2018. En total, desde la firma del acuerdo de paz, han sido asesinados 212 personas. Otras organizaciones doblan y hasta triplican esa cifra. La muerte más reciente se registró el pasado viernes en Tierralta (departamento de Córdoba), donde María del Pilar Hurtado Montaño, de 34 años y dirigente social amenazada por paramilitares, fue asesinada a tiros delante de su hijo.


 


 







 





Dilcia, vecina del Caquetá, recibió un brutal ataque con 18 machetazos del que logró sobrevivir.ver fotogalería

Dilcia, vecina del Caquetá, recibió un brutal ataque con 18 machetazos del que logró sobrevivir.

 


“Nos están exterminando”, resume con contundencia María. Cada día, sola o con alguna compañera, recorre kilómetros de municipio en municipio en su lucha contra este escenario de impunidad. Asesoran y ayudan a otras mujeres, se reúnen con instituciones, imparten talleres, llevan a cabo protestas, denuncian la violencia… “Muchas veces agarramos la moto a las cuatro de la mañana y nos vamos a un municipio a muchos kilómetros”, cuenta María. “Yo me veo ahí, con mi casco incrustado, pequeñita en la moto en mitad de la oscuridad y pienso: ‘¿Pero qué hacemos aquí? Nos van a matar”.








Jaqueline forma parte de la Fuerza de Mujeres Wayúu que luchas por los Derechos Humanos en La Guajira.


 



A machetazos


EL PAÍS y Oxfam Intermón, en un viaje organizado por la ONG, acompañan a María en una de sus salidas en la primera semana de junio. En una de las más duras posible. Hoy toca visitar a Dilcia. Vive en Obrero, el barrio más humilde e imprevisible de Florencia. El pasado noviembre, Dilcia (prefiere no dar el apellido) conoció a un hombre después de haber enviudado años antes. Aquel tipo se fue a vivir con ella y sus dos hijos, una niña de 13 años y un niño de ocho. La noche que a Dilcia y a los pequeños les cambió la vida fue en la que el hombre se despertó en plena madrugada e intentó meterse en la cama de la niña. La madre se levantó, intentó echarlo de casa y, como respuesta, recibió 18 machetazos. Desafiando a la lógica, llegó viva al hospital, con la cara desfigurada, las manos colgando tras intentar parar los golpes del machete y la espalda y la cadera abiertas por los profundísimos cortes. Laura, otra de las activistas, y María se presentaron aquel día en el sanatorio, exigieron el traslado a otro centro mejor equipado y ayudaron a la familia en su odisea con la policía y la fiscalía. “En comisaría me preguntaron si habían podido grabar la agresión. Para tener pruebas”, cuenta la hija mayor de Dilcia, con una mueca contenida de indignación. “Si había podido grabar cómo le daban machetazos a mi madre…”. María completa: “Cuando decimos que aquí no llega el Estado nos referimos a esto: los policías, los fiscales, no conocen las leyes ni los protocolos. Estamos indefensas”.


Dilcia vive hoy con sus dos hijos. Salvó sus manos, que cuelgan sin fuerza de los brazos. Ha empezado a caminar y se esfuerza por hablar mientras tres cicatrices cruzan su cara, desfigurada para siempre. El agresor nunca fue detenido. Y ella no se atreve a salir de casa. Tras la visita, María tiene decenas de compromisos. Es su día a día. Y lo hace sin ningún tipo de protección. “A veces las amenazas llegan a través de un policía. Un agente que se acerca y nos advierte de que dejemos de alborotar. Para ellos somos guerrilleras, feministas, subversivas. Para ellos somos una molestia”, dice.


Y en ese “ellos” se contiene, probablemente, lo más terrorífico: “El enemigo, quien nos amenaza, no tiene forma clara. No sabemos quién lo manda, si son paramilitares, si son guerrilleros, si son sicarios… No sabemos si lo envía algún político. Hay un enemigo intangible que está por todos lados y al que molestamos”.


Ana, otra activista que necesita ocultar su nombre real y que trabaja en áreas rurales de Caquetá, explica: “En las zonas que estaban controladas por las FARC se había creado una especie de contrapoder, de contra-Estado. Había excesos, teníamos miedo de la guerrilla, pero había un orden. Desde que se han ido todo está fuera de control. Los grupos armados se han repartido los territorios, actúan impunemente y defienden sus intereses que, casi siempre, tienen que ver con la coca o con la explotación de recursos [naturales]. Y el Estado no hace nada. No ha aparecido por aquí”. Estos grupos armados, aglutinados por el Gobierno bajo el acrónimo de Bacrim (bandas criminales) incluyen a grupos paramilitares no desmovilizados, narcos, guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional (ELN, que sigue activo) y disidentes de las FARC.


Sus intereses están en el suelo, que es la raíz de este laberinto. El conflicto colombiano nació por él, por su reparto y pertenencia, y se perpetuó entre guerrilleros autodenominados defensores del campesinado y terratenientes aliados con fuerzas paramilitares e intereses estatales. Y por el suelo sigue corriendo la sangre. Pese a los acuerdos de paz, todavía miles de hectáreas están fuera de control. El 81% de la tierra en Colombia está en manos del 1% de la población, según Oxfam Intermón. El segundo reparto más desigual de América Latina. En muchas de estas hectáreas se cultiva coca, se extraen minerales (legal e ilegalmente), se deforesta para ganadería o se despueblan narcocorredores con presencia de carteles mexicanos. Aida Pesquera, directora de Oxfam Intermón Colombia, va más allá: “No es solo incomparecencia del Estado, que también. Es un silencio deliberado. Hay grupos armados que están actuando al servicio de intereses de empresas y políticos. Y el Gobierno no está haciendo nada”.


La consecuencia de todo esto es que mujeres como María, defensora de derechos humanos de Caquetá —al igual que mujeres de tantos otros departamentos—, no pueden pasar un solo día tranquilas. Compartir con ellas solo unas horas supone hablar a susurros, entrar en tensión cuando un todoterreno de lunas tintadas pasa dos veces por nuestro lado o no responder si alguien pregunta qué hacemos o dónde estamos alojados. No se puede confiar en nadie. Ellos están en todas partes.


Es la cara oculta de Colombia. El 9 de octubre de 2018, en Riohacha, la capital del departamento de La Guajira, al norte de Colombia frontera con Venezuela, aparecieron unos panfletos. En ellos se podía leer el nombre de algunas activistas de la asociación Fuerza de Mujeres Wayúu, un grupo de indígenas que protesta contra la explotación irregular que, afirman, se está produciendo en su territorio por parte de multinacionales mineras. El firmante de las octavillas era un grupo paramilitar autodenominado Águilas Negras. Un mes después, un nuevo panfleto. Esta vez en Facebook y con nuevos nombres de mujeres.


El tercero apareció hace solo unas semanas. “Todos salieron después de haber conseguido algún logro en el tribunal contra las empresas mineras de la zona”, dice Janet Pareja, de la organización indígena.


 


Miedo y vigilancia


“Cuando lees tu nombre en un panfleto… Bueno, te lo niegas. Si lo pienso despacio, si me paro a pensar que me quieren matar… Pues no podría seguir. Sé que debo tener precaución. Pero debo seguir”, comenta Evelin, una de las portavoces. Mónica, compañera de la asociación, añade: “Yo no duermo. No soy capaz. Dos primos míos se quedan vigilando toda la noche”. Mónica perdió hace meses al bebé que llevaba dentro y lo achaca al estrés y la tensión. Las dos, junto a Janet, Norka y el resto de sus compañeras, llevan años levantando la voz contra lo que consideran un trato injusto por parte de una empresa minera que extrae carbón en esta zona de La Guajira (noreste del país).


Dicen las mujeres que esta empresa está contaminando, secando ríos, vaciando pueblos, desplazando vecinos y, todo ello, sin que la riqueza que produce repercuta en la comunidad. “Y el Estado no hace nada. Estamos solas en esta lucha”, sostiene Evelin. Otra vez solas. Otra vez olvidadas.


Cerrejón, la multinacional minera que actualmente explota los recursos de la zona, no comparte la denuncia. Una portavoz oficial niega que haya habido abusos o un trato injusto. “Cerrejón, desde el inicio de sus operaciones, ha realizado sus actividades con respeto a la legislación colombiana y alineación con reconocidos estándares sociales y ambientales”, afirma la empresa. “En el pasado, todos aquellos requerimientos relativos a la compra de predios se enmarcaron en el principio de la buena fe y cumplimiento de las normas nacionales vigentes en cada momento y pagando siempre precios justos”, añade.


En un despacho de Bogotá, donde el clima fresco y las avenidas con tráfico contrastan con las olvidadas Caquetá y Guajira, la directora de Oxfam Intermón Colombia, resume en forma de llamamiento: “Le decimos a los empresarios y Gobiernos del mundo que Colombia no se graduó. Que no es verdad que haya resuelto sus problemas y que necesitamos de sus principios éticos para que se informen de qué está ocurriendo realmente en los terrenos en los que van a intervenir. Porque hay gente sufriendo muchísimo. Por favor, dejen que terminemos el proceso”.


 




La sombra de la minería y su relación con el Estado



A sus 62 años, a Eneida Díaz todos la llaman La Negra. Ha montado una cantina en una cabaña que también es su casa a pie de mina, en la zona de La Guajira. Enfrente de su pequeño negocio desfilan los enormes camiones que sacan el carbón, levantando el polvo seco típico de esta zona desértica de Colombia. Los trabajadores de la mina comen el rancho aquí todos los días.


“La mina vació la aldea donde yo vivía. Roche, Chancleta, Tabaco, Patilla… Había decenas de pueblos aquí que la empresa minera vació para sacar carbón. A mí me dieron por irme 120.000 pesos (33 euros) y después derribaron mi casa. Me vine aquí y monté esta cantina. Ahora quieren que me vaya, me dan 60 millones de pesos, pero yo de aquí no me muevo. Aunque me amenacen como están haciendo”, afirma Eneida Díaz.


“Acusamos al Estado por sus vínculos con las empresas mineras de esta zona”, afirman las mujeres de la asociación Wayúu. “No han sido negociaciones justas. Nos han sacado, no nos consultan. Y encima estamos amenazadas por paramilitares”, aseguran estas portavoces. Una vez más, la inactividad del Estado.


La mayoría de mujeres comprometidas en organizaciones de esta zona de La Guajira no tiene más remedio que ir escoltada. Miembros de la Unidad Nacional de Protección (UPN), una entidad de protección y escolta adscrita al Ministerio del Interior de Colombia, las vigilan armados y con chalecos antibalas.


Acompañar a Janet o a Evelin, portavoces de esta asociación de mujeres colombianas, mientras explican la difícil situación de La Guajira supone ir en potentes todoterrenos y estar vigilado por hombres armados con pistolas, gafas de sol y de pocas palabras.


 


Blog publicado en El País