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News & Events Honduras es un mal lugar para los defensores de la tierra
Honduras es un mal lugar para los defensores de la tierra
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“Tengo la sensación de que nada me pertenece”


 


Honduras no es un buen lugar para los defensores de la tierra porque suelen morir a tiros. Tampoco es un buen lugar para las minorías indígenas porque sus reivindicaciones sobre la tierra y la identidad cultural topan con la jerarquía del español y la centralización de un gobierno y de unas elites económicas que acaparan la riqueza y necesitan producir más energía para seguir creciendo. Pero, ¿qué pasa cuando los pantanos alteran ríos sagrados y la tierra de los territorios indígenas acaba en manos de una agroindustria que tala bosques y lava el dinero del narcotráfico?


La Muskitia, pulmón de América Central, es un paraíso conflictivo. Hay tensión por la explotación de los recursos naturales, la minas de oro y las bolsas de petróleo, por la conservación de los bosques y los ríos, un pulso entre los indígenas y los ladinos, a los que se acusa de sacar partido de la pobreza local, abusar de la fuerza de su dinero y el apoyo del ejército para imponer su voluntad.



El año pasado murieron asesinados en Honduras 14 defensores de la tierra. En el 2016 habían muerto otros 14. Ninguno de estos crímenes ha sido resuelto. El más conocido de ellos es el de Berta Cáceres, que se levantó contra la construcción de la presa Agua Zacra, en el río Gualcarque, que es sagrado para el pueblo Lenca. Murió en su casa de La Esperanza, acribillada por unos sicarios a sueldo de la compañía encarga de construir la presa. El director ejecutivo de la compañía fue detenido el pasado marzo, dos años después del crimen, y el caso, aún pendiente de juicio, ha demostrado, una vez más, los lazos entre el gobierno, la elite económica y el ejército para aplastar los derechos de los pueblos indígenas.


 


El golpe de Estado del 2009, que acabó con el gobierno progresista de Manuel Zelaya, permitió desbloquear el proyecto de Agua Zacra, paralizado en su día por la agresión que suponía al hábitat de los Lenca.


Nabil Kawas, director del Instituto Hondureño de Ciencias de la Tierra, defiende la construcción de presas. Considera que el agua debe aprovecharse mejor, para producir electricidad, regar campos y proveer de agua potable a la población. Admite que cada proyecto tiene sus pros y sus contras y que es necesario contar con el apoyo de la población indígena pero insiste que, en última instancia, la presa debe realizarse porque “si no nos desarrollamos, vamos a seguir más pobres de lo que estamos”.


Sobre la inseguridad que sufren los defensores de la tierra, Kawas considera que “la ley les protege porque les permite protestar”, aunque esa protesta “sea simplemente contra el proyecto y no a favor de la comunidad en donde se va a desarrollar”. “Si usted habla con todas las fuerzas vivas de un departamento, de una comunidad o de un municipio, va a encontrar gente a favor y gente en contra (…). No hay, creo yo, un proyecto que no tenga cosas negativas. Siempre hay un poco, pero también tenemos que empezar el desarrollo”.



 


Personas ajenas, con potencial económico, se han aprovechado de nuestra pobreza para ir sacándonos nuestros recursos”



Los indígenas de la Muskitia consideran que el desarrollo se realiza a costa suya. “Personas ajenas, con potencial económico, se han aprovechado de nuestra pobreza para ir sacándonos nuestros recursos poco a poco”, asegura Carmelo Zschocher, del consejo Barauda.


Los pueblos indígenas resisten la penetración de las hidroeléctricas y las compañías mineras pero todavía no tienen la capacidad suficiente para hacer frente al Estado. Sus organizaciones políticas, los consejos territoriales indígenas, son muy recientes y carecen de la financiación y los recursos técnicos suficientes para frenar los intereses del Estado.


La Constitución hondureña de 1982 no contempla los derechos de los pueblos indígenas. La Muskitia hondureña, a diferencia de la que ocupa territorio nicaragüense, no tiene estatuto de autonomía. Aún así, los tratados internacionales que ha firmado Honduras a favor de la autodeterminación de los pueblos indígenas y una ley del 2015 sobre los derechos de los nativos deberían servir para blindar el territorio de la Muskitia.


Desde el 2012, el gobierno ha transferido a los pueblos indígenas 17.000 de los 22.000 kilómetros cuadrados de la Muskitia. Esta titularidad, sin embargo, como explica Roberto Bussi, responsable de Ayuda en Acción en Honduras, “no crea territorio porque no hay control social ni gestión colectiva” del espacio.



 


Honduras es un Estado tan centralizado que la educación bilingüe en los territorios indígenas es muy incipiente e imperfecta



Carmelo Zschocher va aún más allá. No entiende porqué ha tenido que luchar por conseguir un papel que le atribuya una tierra que sus antepasados han ocupado desde hace dos siglos. Considera que el Estado hondureño no tiene otra alternativa que entregar la tierra a “sus legítimos propietarios”.


Nabil Kawas, sin embargo, lo ve de otra manera. Defiende que los consejos territoriales indígenas sean los propietarios de la tierra pero considera que debería prohibirse que la vendieran al mejor postor. Estas ventas favorecen la entrada en la Muskitia de los ladinos que quieren blanquear el dinero del narcotráfico con ganaderías intensivas o de la agroindustria que planta palma africana u otro monocultivo para la exportación. Si se ha de preservar el territorio, debería impedirse a los nativos caer en la tentación de hacer negocio con la tierra, pero no es fácil pedirle a una comunidad que renuncie a las ganancias de una transacción fácil cuando la pobreza aprieta y el Estado mira para otro lado.


El sentimiento de abandono es fuerte. Honduras es un Estado tan centralizado que la educación bilingüe en los territorios indígenas es muy incipiente e imperfecta. Carmelo se lamenta no poder expresarse en garífuna y Norberto Alen, jefe del consejo miskito, critica que a los niños se les enseñe a leer en español y no en miskito.


La identidad se pierde al ritmo que se pierde la posesión efectiva de la tierra. Los miskitos pierden vocabulario y los tawahkas pierden costumbres. Sólo los más ancianos siguen creyendo en el duende que vive bajo tierra y roba niños o en el zisimike, un ser más grande que una persona que habita en el bosque y también roba niños. Todos, sin embargo, han visto la taranta, un trance que se apodera de los individuos, una alteración neurológica que la medicina no se explica y la antropología tampoco. Los hombres enfurecen, acumulan una gran fuerza y se lanzan contra lo que tienen por delante. “El poseído se vuelve como loco –explica Tito Sánchez, de la federación Tawahka-. Entonces, nos encerramos en las casas para que no nos haga daño. Sólo otro hombre que haya sufrido la taranta puede calmar a uno que la tenga.”



 


Sólo los más ancianos siguen creyendo en el duende que vive bajo tierra y roba niños o en el zisimike



El progreso está reñido con esta cosmovisión y tratando de tender un puente entre lo que viene y lo que siempre ha sido, entre lo nuevo y lo inmutable, hay personas como Marcelo Antonio Herrera Palacios, alcalde de Wampusirpi.


 


El pasado 27 de mayo le impedimos ver la final de la Liga de Campeones. Era domingo y el Real Madrid es su equipo, pero lo necesitábamos en la pista de aterrizaje del pueblo. Llegó conduciendo su moto, con sombrero de paja, camiseta blanca, los ojos pausados y el discurso amable.



Hace un año no había alcalde en Wampusirpi. Durante años nadie había querido asumir la responsabilidad. ¿Para qué? El alcalde representa al Estado, pero el Estado apenas está presente. En Wampusirpi no hay bancos, ni electricidad, ni agua potable, a pesar de estar a orillas del río Patuca, el más caudaloso de Honduras. Los miskitos, organizados desde 1976, tienen sus costumbres, su manera de hacer al margen de las leyes y, especialmente, de los impuestos estatales.


Muchos alcaldes en las zonas indígenas no reconocen la autoridad de los consejos indígenas, los ven como una amenaza y, para contrarrestarla, favorecen la entrada de ladinos, recién llegados de otras partes de Honduras para ocupar tierras y explotar recursos naturales.


En Krausirpi, una comunidad dos horas río arriba desde Wampusirpi, tampoco hay agua potable y la única fuente está en manos de un ladino de Olancho, un departamento vecino a la Muskitia, que exige cobrar por el agua que la comunidad tawakha considera que es un bien de todos. El Estado respalda la propiedad del ladino olanchero y condena a los tawahkas a la precariedad de un bien primordial. Los niños enferman mientras la cooperación internacional busca soluciones para depurar el agua.


Herrera Palacios es diferente. Habla de consenso, de trabajo conjunto con los miskitos, una relación de igual a igual, y pone el ejemplo de la pista de aterrizaje. Él no creía que fuera prioritaria. Considera más urgente construir una carretera hasta Puerto Lempira, la capital del departamento de Gracias a Dios, donde se encuentra la Muskitia, pero entendió que la pista era una oportunidad para unir a la comunidad. Ladinos, miskitos y tawahkas, hombres y mujeres, han trabajado codo a codo para alargarla y tapar los baches.


Norberto Alen tomó la mano tendida de Herrera Palacios y ahora, además de la pista, trabajan juntos para frenar la deforestación y la llegada de ladinos. Juntos defienden también la lengua miskitia y la propiedad de la tierra. Su entendimiento es una pequeña historia de éxito, un modesto avance a favor de la tierra y la coexistencia.



 


Su entendimiento es una pequeña historia de éxito, un modesto avance a favor de la tierra y la coexistencia




Blog publicado en La Vanguardia