Campesinos se sienten “tumbados “con contratos del Gobierno para zonas de reserva.
La figura, aplaudida por académicos y abogados, fue aplicada por la Agencia Nacional de Tierras en el corregimiento Batata, en el sur de Córdoba. Nueve meses después, quienes firmaron, dicen que se sienten engañados porque el documento no los hace dueños de la tierra ni les explicaron las condiciones del uso de los terrenos.
“Este no es tiempo de zancadillas, sino de realidades”, dijo el presidente Iván Duque el 17 de febrero de este año en Tierralta (Córdoba). El mandatario se refería no solo a la primera vacuna contra el COVID-19, que se aplicaría en Sucre horas después, sino también a la firma de 111 “contratos de conservación natural” con campesinos del corregimiento de Batata, que viven en predios de la Zona de Reserva Forestal del Pacífico. Hoy, según líderes de la región, la mayoría se arrepiente de haber firmado.
“Contratos de conservación natural” no es más que un nombre novedoso para los contratos de derechos de uso sobre baldíos inadjudicables, una herramienta creada en 2018 para que campesinos y campesinas que históricamente han vivido en zonas protegidas, como las Zonas de Reserva Forestal, pudieran hacer uso de la tierra en la que viven de manera legal.
El objetivo del Gobierno era tener 9.596 contratos firmados, correspondientes a cerca de 263.890 hectáreas, en 2022. Y con esto apuntaba también a “combatir la deforestación, impulsar la protección del medioambiente y fortalecer la economía familiar”, por lo que, junto con el contrato, los campesinos firmaron un convenio con la Corporación Autónoma Regional de los Valles del Sinú y el San Jorge, a través de la organización Más Bosques, para recibir cinco pagos por servicios ambientales de $800 mil pesos cada dos meses.
Oneli María Pineda fue la primera en firmar. En ese momento, el Gobierno la nombró como “la primera socia del Estado en la historia del país para ese tipo de contratos”, pero hoy, nueve meses después, está insatisfecha y preocupada.
“Nos engañaron”, dice a través de una señal que se entrecorta cada tanto en una llamada entre Bogotá y el corregimiento de Batata, en Tierralta. “Nos dijeron que nos iban a titular la tierra y nosotros nos pusimos contentos, porque ¡por fin!”, recuerda. Lo que no les explicaron era que el contrato los convertía en usuarios de la tierra y no en propietarios. “Y cuando nos dimos cuenta quedamos viendo un chispero”, dice.
Oneli, de 35 años, ha vivido casi toda su vida en Venado Real, una de las 15 veredas de Batata, a casi cuatro horas de Montería. Cuando tenía 11 años, un grupo de paramilitares entró a su casa, golpeó a su mamá y a sus tres hermanos mayores y se llevó a su papá. Él nunca volvió: es una de las 875 víctimas de desaparición forzada de Tierralta.
De su padre, a la familia le quedó el gusto por el trabajo del campo y las 36 hectáreas que compró mucho antes de que Oneli naciera. Y cuando ella creció, su madre decidió dividir la mitad de la tierra entre los hijos “para que cada quien hiciera su rancho y viera por lo suyo”. A Oneli le asignaron tres hectáreas en un filo en el que siembra plátano, cacao y arroz. Pero ante el Estado, ella no tiene nada. Su terreno es considerado un predio baldío inadjudicable. Esto quiere decir, que no tiene propietario, por lo que lo administra la Nación, y que no se puede titular su propiedad porque está ubicado dentro de una zona protegida: en la Zona de Reserva Forestal del Pacífico, una de las siete que se establecieron en el país desde la Ley 2da de 1959 para evitar la destrucción de bosques y promover la protección del agua.
Ante ese conflicto entre el cuidado del medioambiente y la propiedad de la tierra para los campesinos, según explica Edwin Novoa, abogado e investigador sobre tierras en la ONG Ambiente y Sociedad, el contrato firmado por Oneli y los otros 110 campesinos generaba altas expectativas entre académicos y ambientalistas bajo la premisa de que “cuando los campesinos tienen seguridad jurídica sobre sus tierras y tienen la certeza de que no los van a sacar, contribuyen a su conservación. Lo que buscan esos contratos es que las familias puedan permanecer allí mientras utilicen la tierra de manera sostenible, y así la Zona de Reserva Forestal no pierda su objetivo”, añade.
Lo importante, coinciden él y Ernesto Caicedo, abogado del área de Tierra y Territorio de la Comisión Colombiana de Juristas, es que los campesinos tengan claridad sobre el contrato y los usos que pueden hacer de esas tierras.
Pero ese es el mayor reproche de quienes firmaron. El documento deja claro explícitamente algunas condiciones: que quien firma no puede ceder (ni vender) el predio, que tiene permiso de uso por diez años, que este tiempo se puede extender 10 años más, que es un acuerdo gratuito y que el campesino es “usuario” de la tierra, porque el dominio sigue siendo de la nación. Sin embargo, según Rodolfo Martínez, otro de los campesinos que firmaron, nada de eso se los explicaron, “solo decían ‘firme aquí y aquí’, y luego el siguiente”. dice.
Rodolfo, quien prefiere no revelar su nombre real porque “quiere vivir otro ratico”, tiene 81 años y lleva 40 viviendo en un terreno de casi 14 hectáreas que compró en 1980. “Yo ya tengo el ombligo enterrado aquí” dice entre risas. “Esta tierra me valió 180 mil pesos en una época en la que una vaca valía 10 mil”, recuerda con la esperanza frustrada “porque creía que Batata iba a continuar siendo la despensa agrícola de donde salían camionados de arroz y maíz” hacia Tierralta, Montería y Medellín.
Rodolfo se arrepintió de haber firmado cuando los líderes de la junta de acción comunal, junto con la Asociación Campesina para el Desarrollo del Alto Sinú (Asodecas), llegaron a hacer pedagogía sobre el texto. “Ahí nos dimos cuenta de que nos cogieron de ignorantes. Ellos (refiriéndose a la Agencia Nacional de Tierras) sí conocen sus términos y leyes, pero hacen con nosotros lo que se les da la gana”.
A eso se suma que dos meses después de haber firmado le dejaron de hacer los pagos prometidos. Solo alcanzó a recibir uno y luego lo suspendieron porque, según le dijeron los supervisores, incumplió sus obligaciones. “Miraron por satélite y dijeron que había hecho quema, pero no quemé”, explica. “Lo que sí hice fue echar gramoxone, un químico que se tiene que echar para volver a empezar el cultivo”, explica, y añade que “eso no estaba claro en el contrato”.
Este diario tuvo acceso al modelo de contrato usado por la ANT en Tierralta y los contratos firmados por Oneli y Rodolfo. En ninguno de ellos es clara, de manera textual, la destinación de los predios ni las actividades prohibidas en estos. Lo que señala el documento es que el terreno asignado “únicamente podrá ser destinado para aquellas actividades identificadas y especificadas en el informe técnico jurídico definitivo que forma parte integral del contrato”. Sin embargo, ninguno de ellos tiene en sus manos dicho informe.
Ernesto Caicedo, de Coljuristas, señala que en los contratos físicos que él ha revisado tampoco ha encontrado el informe: “Les he hecho la misma pregunta a las personas que he asesorado y no tienen ni idea”. Esto es problemático, porque implica que los campesinos deben cumplir unas obligaciones que no conocen.
Rodolfo asegura que si estuviera en sus manos, él y la mayoría de los campesinos que firmaron darían por terminado el contrato. Pero esto no es sencillo, porque en este no hay una cláusula de terminación que lo sustente y porque “es una premisa de la ley que las partes conocen el contenido del contrato: si uno lo firma, se supone que lo leyó, lo discutió y lo suscribió”.
Por ahora las organizaciones campesinas del sur de Córdoba quieren suspender los procesos que se adelantaban para la firma de nuevos contratos y buscar asesoría jurídica para tomar una postura informada. En un concepto preliminar, Ernesto Caicedo, de Coljuristas, dice que deben exigir que se pacten las condiciones del contrato: “El Acuerdo 58 dice que debe ser construido con el campesino, con la información que ellos suministraron, pero la ANT está estableciendo los contratos sin posibilidades de una negociación o acuerdo entre las partes. Las organizaciones campesinas deben empezar un diálogo con la ANT para establecer unas cláusulas favorables para los campesinos”.
La Zona de Reserva Campesina, otra alternativa sostenible
Para Edwin Novoa, de la ONG Ambiente y Sociedad, los contratos de derechos de uso funcionan como una “figura temporal mientras se soluciona el tema de fondo: la titulación de la tierra”. Para resolverlo, Arnobis Zapata, líder del sur de Córdoba y presidente de la Asociación de Zonas de Reserva Campesina, considera que la mejor opción es la sustracción del área en donde están los campesinos de la Zona de Reserva Forestal para convertirla en una Zona de Reserva Campesina.
Esto significa cambiar la figura que protege esas tierras para que los campesinos puedan ser propietarios y contribuyan a la conservación. Novoa concuerda: “El nivel de protección ambiental de las Zonas de Reserva Campesina es mayor al de las Zonas de Reserva Forestal; lo que demuestra que la mejor forma de conservar es que la gente esté ahí”. Y no es una idea descabellada: de los casi quince millones de hectáreas sustraídas a estas zonas hasta 2018, más de doce millones habían sido con fines de reforma agraria; es decir para que puedan ser formalizadas.
En el siguiente gráfico se pueden ver cuatro ejemplos de Zonas de Reserva Campesina establecidas sobre sustracciones de Zonas de Reserva Forestal:
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